Irremediablemente, Berta

Berta

No era muy alta. Ni tampoco muy guapa, al menos en el sentido realacadémico de la palabra. Tenía, eso sí, los ojos grandes, desmesurados, casi tanto que daba miedo asomarse a ellos. Parecía que pudieras caerte dentro, suicidarte dulcemente en sus esmeraldas acuosas. Eran ojos con vida propia y, aunque estuviera callada, sus ojos seguían hablando sin parar, enormes charlatanes de color irrepetible que embaucaban al incauto que posara su mirada en ellos. 

Berta tenía la extraña habilidad de ponerme nervioso en cuanto aparecía por la puerta. Absorbía con fuerza todo el aire de la tienda y, al mismo tiempo, emanaba ese perfume tan suyo que nunca acerté a descifrar, presumo mezcla de su piel con la canela y el pachuli. Una experiencia pavorosa que embriagaba mis sentidos de preadolescente hasta aturdir mi pensamiento. Su fragancia me azotaba el cuerpo haciendo que la sangre me bullera por los meandros de las tripas y me subiera como culebras ardientes hasta hacerme arder las mejillas. Era maestra en el arte de hacerme balbucear. Bastaba que me dijera:

—Hola niño, ¿te quedan manoletes

Bastaba sólo eso para que el agua abandonara mi boca y decidiera bajar por mi frente de treceañero de bigote prestado. Eso era más que suficiente para que el verbo dejase a mi lengua sola y desvalida ante Berta.

Así una y otra vez, cada tarde de aquel aletargado verano gaditano. Aparecía por el ultramarinos de Don Anselmo y me solicitaba el manolete de pan y la carmela de crema. Siempre pedía lo mismo. Siempre manolete carmela, como dos enamorados. Uno salado. La otra dulce. Siempre juntos. Cuántas tardes quise ser manolete para irme con mi carmela… 

Berta agarraba el manolete y lo metía en una bolsa de tela azul con flores. Después, y ante mis ojos incrédulos, mordisqueaba la carmela, deteniéndose con su lengua de almíbar en los rincones donde la crema desbordaba. Besaba con sus labios turgentes el azúcar glas y después me miraba divertida. Me hacía morir cada tarde.  

Aunque la verdadera sensación de muerte la sentí la última tarde. Eso sí que fue morir en vida. Morir por dentro como sólo un enamorado de trece años puede morir.

—Niño…

—¿Manolete carmela?

—No, hoy no. Nos vamos. Se acabaron las vacaciones, volvemos a Sevilla. 

Estuve a punto de gritar. A punto de llorar. A punto de saltar de detrás del mostrador y abrazarla para siempre, de amor aterrorizado, torpe y loco. En lugar de eso, un día más, perdí la propiedad del habla.

—Nada, quería despedirme —añadió.

Yo seguí petrificado mientras el agua de mi boca se trasladaba a mis ojos, que se llenaron de lágrimas incontenibles.

Ante mi patética declaración de amor mudo, las pupilas de Berta se abrieron como las de un gato. No dijo nada. Nada. Solamente se acercó al mostrador de tardes de verano y miradas furtivas, alzó su cuerpecillo con sus brazos, estiró su cuello delicado y me besó. Fue el beso. El beso soñado en la última tarde. Esa estúpida tarde. Sentí los surcos de sus labios, el aire de su boca, aspiré su perfume de natillas, pachuli y niña-mujer. Y se fue. La puerta de la tienda se cerró para siempre llevándose a la dueña de los ojos imposibles.

Me quedé con los labios abiertos y el corazón por los suelos. Me quedé otra vez sin agua en la boca y sólo acerté a decir:

—Berta…

No volví a verla. Nunca más. Al parecer sus padres, inmisericordes, decidieron cambiar destino para las vacaciones. Al verano siguiente no volvió a entrar por la puerta del ultramarinos de Don Anselmo.  A las dos semanas de esperarla en balde dejé el mostrador y dejé de esperarla. Y nunca más volví a saber de ella.

Aún hoy me sobresalto cuando siento su perfume en cualquier parte. Me giro bruscamente esperando encontrar a Berta. Como si Manolete hubiera encontrado por fin a Carmela. 

Gracias por aquel beso. Fue el beso. Gracias Berta.

Irremediablemente, Berta.