Opinión

Sesión de tarde

El pueblo en cuestión es de esos que sujetan de milagro y con desesperación lo de “pueblo con encanto” para atraer cada fin de semana a los de la ciudad cercana. Por unas horas, el urbanita se encuentra en una especie de parque temático de la vida campesina. A algunos padres se les ve dando nociones a los hijos pequeños sobre los oficios del campo. Con suerte el pequeñajo no se enterará de nada porque con la explicación del padre (motivada por su escaso conocimiento) poco rendimiento le iba sacar.

Los visitantes, solo por esas horas, adoptan una reciedumbre que les empuja a subir las empinadas cuestas sin rechistar -aunque van echando el bofe- o a trasegar un vino con la excusa de que es “de la tierra” y que rasca bien en la garganta. Si ese vino se lo sirvieran en su zona de influencia habitual no mostrarían esa sonrisa forzada de “buff, lo que me he metido para dentro”. 

Más tarde a esos mismos que ve uno caminar por las calles se les ve derrumbados en las sillas de las terrazas, figones o tabernas con la satisfacción del esfuerzo realizado.

El que escribe también se acomodó en algún lugar de la Plaza Mayor después de comer. Como buena plaza que se precie ha tenido usos y ritos de vida y muerte desde antiguo: mercadillos, feria de animales, representación de oficios de Semana Santa, algún ajusticiado, plaza de toros… Alrededor las familias más o menos completas, parejas, gente venida de cerca y otros, que se notaba que venían de lejos, por la cantidad de fotos que tiraban y así guardar recuerdos. Ali sentados en un “dolce far niente” había conversaciones distendidas, niños con máquinas de videojuegos, alguna risotada…

Solo se movían las sillas de los que buscaban el sol o de los que se escondían de él y los apresurados camareros que intentaban dar abasto sacando cafés y licores locales.

Daban las cinco de la tarde en el campanario de la Iglesia cuando entró el primero en la plaza. Me refiero al primer borriquillo junto a un señor con gorra. Después, atados con cuerda llegaron otros cuatro jumentos. Se colocaron en el medio de la plaza y de repente empezaron a aparecer niños y sus padres. Pero muchos. No podía uno pensar dónde estaban o de dónde habían salido. El caso es que a los pocos minutos había una fila larga como para que el de la gorra y sus animales tuvieran por delante un buen rato de trabajo. Se organizó un pequeño revuelo en ese momento de la media tarde.

Empezó el buen señor a montar chavalines de cinco en cinco –previo pago-  y los jumentos, que sabían su oficio, empezaron a dar vueltas a la plaza. Su paso cansino ayudó a devolver la tranquilidad a todo el ambiente. Acabados unos montaban los siguientes. Los padres, alrededor, hacían el reportaje que seguramente mandarían al grupo de wassap de “familia”.

Me sorprendió que estos muchachos -tan tecnológicos que son todos- acudieran con tanta confianza a ver y montar en los animales. Allí no había 5G, ni tecnología enchufable, ni mandos para manejarlos a distancia como si fueran drones. 

Los pollinos, por supuesto, hacían trabajo presencial nada de teletrabajo. Se dejaban acariciar, los críos les intentaban dar de comer, el de la gorra  miraba toda la escena con una sonrisa algo irónica. 

Debe ser que la vida vuelve, una vida que está más allá de los algoritmos y del big data. Y que la gente busca aunque sea por un rato.

Con el último trago de anís lo vi claro: no todo está perdido. Hay esperanza.