Opinión

La guerra contra el glifosato

Actualmente cualquier pretensión contra cualquier cosa que se presume peligrosa se puede convertir en toda una campaña pública que puede llegar a los altos estamentos políticos donde se pueden tomar decisiones, a veces, poco meditadas e infundadas o basadas en un miedo a lo desconocido. Algunas veces lo que se demanda tiene sentido ya que es para acabar con una clara injusticia, para pedir unos derechos que no deberían haber sido conculcados o para solicitar mejoras más que justificadas. Pero otras veces, afortunadamente no las más abundantes, las campañas públicas están basadas en información sesgada, tendenciosa, equivocada en busca de un fin que no está del todo claro. Hoy voy a tratar una de esas campañas: la guerra contra el uso del glifosato en los campos de cultivo.

Si atendiéramos a todas las alarmas alimenticias que nos llegan día sí y día también, abrir el frigorífico sería toda una temeridad y un billete a una muerte casi segura. Y si no me creen sigan la siguiente línea de argumento: en el desayuno no podemos tomar lácteos ya que son perjudiciales y pueden provocar unas cuantas enfermedades y tampoco una tostada ya que los carbohidratos crean obesidad, ni se les ocurra añadirles mantequilla porque es un lácteo y, además, tiene grasa y, cuidado con el tipo de aceite que le echa. Si seguimos con el almuerzo, las verduras pueden haber sido rociadas con cancerosos pesticidas que algo harán y si se le ocurre tomarse un filete de ternera tendrá la espada del cáncer de colon encima de su cabeza (o debajo de la silla, según se mire), y ni se le ocurra tomar un vaso de vino que es perjudicial para muchísimas cosas. Y en la cena, mejor no comer ya que si cena mucho y se va a dormir estará aumentando su riesgo de morirse de un infarto. Y todo eso es resumiendo mucho, así que disponerse a comer parece ser como dispararse con una ruleta rusa.

Una de esas alarmas es la que confronta los productos ecológicos o biológicos frente a los productos normales y corrientes. Bromeando siempre digo que nunca me comería una lechuga artificial, que, para mí, todas son biológicas. Pero no suele colar; chiste malo. Y uno de los productos más demonizados en estas cosas es el glifosato, o como se diría con su nombre químico, N-fosfonometilglicina, siendo así un análogo de un aminoácido natural, la glicina. El glifosato es un herbicida de amplio espectro desarrollado para eliminar hierbas y arbustos muy utilizado en los campos de cultivo. Su mecanismo de acción consiste en inhibir unas enzimas de las plantas necesarias para la fabricación de aminoácidos aromáticos y, por tanto, evitando el crecimiento de las plantas. Lo que lo hace muy efectivo es que no interfiere ni en mamíferos ni en las personas ya que carecemos de la enzima que es inhibida por este compuesto, por tanto, no debería afectarnos. De hecho, en muchas ciudades se utiliza para eliminar la maleza en calles y aceras.

Pese a que su mecanismo de acción no afecta a los humanos, las campañas contra el glifosato se han empecinado en incidir en su posible efecto cancerígeno. No obstante, si fuese así y dado que se usa desde hace décadas, la incidencia de cáncer en el campo y, en concreto, entre los agricultores que están en directo contacto con este compuesto habría aumentado enormemente casi desde el principio de su utilización, pero no ha sido así. Pero la batalla en este sentido es cruda y hay artículos que indican que no hay incidencia de este compuesto en el cáncer (Andreotti et al., 2017, Tarazona et al., 2017) y otros, la mayoría en páginas web, que inciden en que en 2015 la OMS (Organización Mundial de la Salud) declaró a este compuesto como probablemente carcinogénico para humanos. Total, el jamón de jabugo, como carne procesada, también fue declarado por la OMS en el mismo grupo que este compuesto. Y no creo que nadie se asuste. Pero para poner algunos ejemplos, en el mismo grupo que el glifosato encontramos al cloranfenicol (un antibiótico), la anilina (en muchas de nuestras ropas), el estireno (para la preparación de cauchos y plásticos), o el catecol, un compuesto que se utiliza para cosmética, farmacia y como antioxidante en la industria de colorantes, grasas y aceites. Parece claro que el estar en esta lista de compuestos posiblemente cancerosos no lo hace canceroso en sí, sino en una posibilidad que depende de la dosis. Y por los estudios científicos realizados y el devenir del tiempo, lo claro es que a nuestras bocas no llega ni una ínfima parte de lo que se necesita para que este compuesto produzca efecto negativo alguno en nuestra salud.

Pese a todo esto, la guerra está ahí. Tal es así que hace unos meses, el parlamento europeo pidió, sin base alguna, que se eliminase el glifosato en la Unión Europea para el año 2022. No obstante, la EFSA (European Food Safety Autority, o lo que es lo mismo, el organismo para el control y seguridad de lo que comemos en Europa), ya había indicado que la posibilidad de que el glifosato fuese canceroso era nula. Pero eso poco importaba ya que los parlamentarios abogaban por una agricultura más respetuosa con el medio ambiente y con la salud de los trabajadores y consumidores a pesar de no disponer de pruebas efectivas contra este compuesto. De hecho, algunos países anunciaron a bombo y platillo que prohibirían la venta de este compuesto en breve, como nuestro vecino Francia, pero, curiosamente poco después algo tan simple como el no tener alternativa viable más económica hizo que se frenase un poco el ímpetu prohibidor.

En toda esta guerra nos encontramos con la confrontación entre orgánico, bio o ecológico frente a lo que no lo es; es decir, lo convencional. Y en ella se utilizan como armas la naturaleza de los compuestos usados para prevenir plagas. Es obvio que sea lo que sea lo que cultives, hongos, insectos y otras yerbas pueden hacer mermar significativamente el rendimiento del cultivo llevándote a la miseria más absoluta. Por ello, los cultivos ecológicos también son tratados con pesticidas y herbicidas, pero éstos deben ser naturales. Y el problema en esta discusión no debería estar en el origen del compuesto en sí sino de su toxicidad y en su efectividad. Voy a saltarme algunas de las indicaciones ecológicas y ecoamigables que he encontrado por ahí por su inefectividad evidente como el vinagre, agua hirviendo, sal y otras cosas por el estilo que conseguirían matar a las malas hierbas y a las buenas y que no sería posible utilizar en ningún campo de cultivo que se precie.

Es obvio y no creo que deba insistir mucho en que es preferible un compuesto artificial con baja toxicidad a uno natural con alta toxicidad. Cuanto más tóxico, sea natural o artificial, peor para nosotros. Es algo que casi no debería ni comentar por lo obvio. Pero no, eso no es lo que se nos dice sino que la discusión está en natural = bueno, artificial = malo. Cuando debería estar en muy tóxico = malo, no tóxico = bueno. Dicho esto vayamos a la toxicidad de estos compuestos. En el caso del glifosato, la toxicidad aguda medida como la dosis letal que mataría a un 50% de la población (es la forma en la que se mide la toxicidad de los compuestos) en ratas es de 5,6 g/kg y en otros animales entre 1,5 a 10 g/kg. Lo que vendría a suponer para una persona y teniendo en cuenta una dosis letal de unos 5 g/kg de media, el tomarse un total de unos 375 gramos del tirón. Para confrontar podemos mirar a un compuesto muy utilizado en agricultura ecológica como fungicida agrícola, el sulfato de cobre. Si miramos a la toxicidad aguda en ratas, es de 0,472 g/kg de peso, o lo que es lo mismo para humanos, 35,4 gramos para un humano de 75 kg. Es decir, que el sulfato de cobre se utiliza en la agricultura ecológica y es considerado como bueno siendo 10 veces más tóxico que el glifosato que es considerado algo así como una amenaza para nuestras vidas. Y lo mismo le ocurre al permanganato de potasio, también utilizado en la agricultura ecológica, que tiene unos niveles de toxicidad en ratas 5 veces mayores que el glifosato. Yo, sinceramente, no lo veo muy claro y más aún tras un artículo reciente en el que un exhaustivo estudio de todos los pesticidas utilizados en los cultivos en Dinamarca demostró que el peligro de comer alimentos de estos cultivos debido a la presencia de los pesticidas era igual que el de tomarse una copa de vino cada siete años (literal). Con estos datos, ustedes mismos.

Y, entonces, ¿a qué viene toda esta discusión? Una de las más interesantes referencias continuas de los batalladores contra el glifosato es la de la gran empresa multinacional que está detrás de este compuesto: el mismísimo diablo Monsanto. Pero, a pesar del mantra, Monsanto ya no es propietario de la patente y el compuesto es comercializado por múltiples marcas diferentes. Así que el argumento de la multinacional y su patente no se sostiene. Otra de las referencias es que los estudios sobre la toxicidad de los compuestos son pagados por las corporaciones que los venden y están sesgados. Pero debe ser larga la mano de las corporaciones y muy llena de dinero ya que múltiples científicos, de muchos lugares y en muchos estudios han publicado que no encuentran evidencias algunas de esta toxicidad. A lo que hay que sumar lo dicho anteriormente sobre la incidencia del cáncer en nuestros pueblos y campos de cultivo. Y lo más curioso es que todos los comentarios contra estos estudios siempre están basados en supuestos informes secretos que se esconden en oscuros cajones de lúgubres oficinas institucionales. No deben ser tan secretos si se hace referencia a ellos, o son muy secretos, tanto que, pese a saber que están ahí nadie hace referencia a lo que ahí se dice en concreto. Llegado a este punto, no voy a insistir en la imposibilidad de poder demostrar la inexistencia de algo. Créanme, no se puede.

Que necesitamos utilizar compuestos químicos para fortalecer, aumentar el rendimiento y proteger los cultivos está claro. Que el uso continuado del glifosato como pesticida durante varias décadas no parece haber supuesto una merma en la salud de la población a tenor del incremento en la longevidad que disfrutamos debería ser un elemento de peso. Pero que debemos mantener un sistema que permita comprobar la toxicidad de los compuestos que pueden llegar a nuestra alimentación también está muy claro. Y que ese sistema debe ser transparente y basado en evidencias científicas, más aún. Pero no nos dejemos llevar por el pánico o por presunciones sin base alguna porque, de esa manera, estaremos condenados a tomar decisiones que afectarán muy negativamente nuestro futuro y pueden afectar negativamente a nuestra salud simplemente por dejarnos llevar por el miedo a una posibilidad remota o sin fundamento alguno.