Opinión

En un mundo distópico

Creo que casi todo el mundo identifica de alguna manera que la palabra distopía no significa nada bueno, pero no sé si verdaderamente se entiende lo que significa. Es simple, distopía es el antónimo de utopía. Lo contrario, vaya. El mundo utópico indicado por Thomas Moro en un contexto de sistemas absolutistas, perfecto en ese contexto, tiene su contrario en un mundo distópico, destrozado, en el que los humanos viven en un sistema que ni siquiera se puede llamar sociedad.

La literatura y cine de ciencia ficción y fantástica está llena de estos mundos distópicos en los que la sociedad humana ha pasado a un estado de pesadilla continua. Por poner ejemplos podríamos tener la sociedad destrozada de la saga Mad Max, el control de las creencias en un mundo salvaje de 'El libro de Eli', el deambular sin rumbo en un paisaje muerto de 'La Carretera', de Cormac McCarthy, la sociedad tecnológica y deshumanizada retratada en 'El Atlas de las Nubes', de David Mitchell, los frustrantes intentos de la Fundación para volver a la gloria del Imperio Galáctico de Trantor en la saga del mismo nombre de Isaac Asimov, la utilización deshumanizada de la robotización de 'Sueñan los Androides con Obejas Eléctricas' (llevada al cine como Blade Runner) de Philip K. Dick, el extraño mundo en el que se encuentra 'La Torre Oscura' que busca Roland Deschain en la saga de Stephen King o el control del Gran Hermano en una sociedad manipulada dibujada por George Orwell en '1984'. Cientos de mundos futuros o actuales que sólo retratan nuestros miedos, el anhelo de unas malinterpretadas glorias pasadas y los anhelos de un futuro mejor. 

McCarthy, Mitchell, Asimov, Dick, King, Orwell y tantos otros no hacen más que rebuscar en lo peor del ser humano para decirnos que en cualquier momento la organización social puede saltar por los aires y la peor faceta, el egoísmo y el 'sálvese quien pueda' dirijan el nuevo orden. Los últimos acontecimientos me hacen pensar que no estamos tan lejos de distopías tan extremas, ya que las sociedades se han desarrollado siempre más cerca de la sociedad distópica que de la utópica de Moro. Más cerca de la destrucción social que de la construcción igualitaria. Y las crisis son el mejor encendedor para prender la mecha de una sociedad en tensión. Si no me creen, recuerden cómo el fascismo surgió en Europa tras la I Guerra Mundial y cómo sus seguidores reverdecen actualmente. 

La crisis actual creada por el SARS-CoV-2 está aflorando dos aspectos muy importantes para entender las tensiones sociales que existen. Por un lado, tenemos a una serie de personas que afrontan la lucha contra la pandemia cuerpo a cuerpo, atendiendo a enfermos, asistiendo a personas necesitadas, llevando adelante servicios para que a nadie le falte nada, limpiando calles, recogiendo basura, controlando el confinamiento, construyendo hospitales, diseñando procedimientos; en definitiva, siendo muy útiles y poniendo en riesgo sus vidas y las de sus familias. Y luego tenemos a toda una serie de personas que machacan la paciencia de cualquiera atacando a aquellos que nos cuidan con soeces mensajes en puertas y ascensores, que molestan a sus vecinos, que llenan las redes sociales de mentiras y conspiraciones, que se saltan el confinamiento porque sí, que buscan culpables sin aportar soluciones, que, en definitiva, no aportan nada más que preocupación y desazón a la sociedad. 

Las redes sociales y los medios de comunicación están llenos de informaciones que comparan lo que se hizo en tal o cual país en un día o momento determinado. No se puede estar todo el día con comparaciones cuando la pandemia va evolucionando a ritmos diferentes en diferentes lugares. Lo que hoy en un país es acertado, mañana no lo es. Lo que se hizo ayer en tal sitio no es aplicable en tal otro. Hay personas que comparan el control de países como Islandia con menos de 400.000 habitantes o de Finlandia, con alrededor de 5,5 millones, con el control de países como España con 47 millones de habitantes, Francia con 67 millones, Italia con 60 millones o de Alemania con 83 millones. No se pueden comparar medidas cuando el cómputo de la evolución de la pandemia se hace de forma diferente en diferentes lugares y en diferentes situaciones. Pero ahí tenemos a los que a cada paso van sacando lo peor de nuestro país obviando la labor de miles de personas que intentan dar lo mejor de sí mismos en todo momento.

Lo malo de las personas que saltan a las redes con su macabra interpretación de la realidad es que cuando se les argumenta con datos o con argumentos científicos van y te tachan de sectario por ir en contra de sus eslóganes prefabricados. Porque las redes han fomentado uno de nuestros peores aspectos de la sociedad, que es la creencia de cualquier cosa que se dice en las redes tiene el mismo peso, con independencia de la formación de quien lo diga. Por eso contribuye al crecimiento de la sociedad distópica el que youtubers, blogueros, charlatanes, instragramers y demás pobladores de las redes que fomentan pseudociencias, pseudoterapias, tratamientos o diagnósticos absurdos, terraplanismo, antivacunas, mentiras, etc…, tienen una legión de seguidores que, de seguir sus preceptos, no sólo se pondrían en peligro a sí mismos, sino a todos los demás. Las redes sociales han enrasado la calidad de la información a la baja, tan cerca de la basura, que muchas personas ya no saben muy bien qué es real o qué es pura invención de personas que demuestran y fomentan la ignorancia. Es como la visión del mundo de Orwell en 1984 pero democratizada, donde cada cual influye en la sociedad a través de las redes sociales manipulando la información y la realidad a voluntad.

En una crisis como la actual lo peor es que los propios líderes políticos que deben conducirla se hagan eco de este tipo de mensaje o, incluso, los fomenten. Esta actitud pone en peligro las decisiones basadas en los datos científicos y en los grupos de expertos que los analizan. Tal es el problema que las empresas que sustentan las redes sociales han llegado a tal nivel de saturación de basura mediática que han tenido que tomar la decisión de controlar el mensaje. Muchos han puesto el grito en el cielo tratando el asunto de censura, pero el problema está en que la información errónea, la mentira, o la exageración mediática puede llevar a comportamientos lesivos o incluso a la muerte de personas vulnerables a ellos. 

Ha habido ya personas que han muerto por tomar medicamentos que nadie les había prescrito con la creencia de que servían contra la Covid-19. Y aún pululan por las redes charlatanes que fomentan el uso de un mejunje basado en un compuesto parecido a la lejía. Estos individuos tienen una gran cantidad de seguidores y, por ello, como garrapatas, se agarran a cualquier posibilidad de difundir su inútil y peligroso mensaje para no perder su influencia. Es de entender que en la situación de crisis sanitaria y social actual se debe controlar la información para prevenir comportamientos que puedan agravar la salud de todos los ciudadanos e incluso plantear que ciertas informaciones pueden ser consideradas como delictivas al dañar la salud de las personas o llevarlas a situaciones de riesgo. 

Muchos han visto en estas medidas de las redes o de organizaciones que persiguen los bulos un atentado contra la libertad de expresión, aunque habría que plantearse qué es libertad de expresión y qué es información tóxica y falsa. Tan distópica es esta situación que parte de los representantes del pueblo se han levantado contra esas medidas enarbolando el pendón de esta libertad de expresión. Siempre digo que quien fabrica o distribuye una mentira te está estafando ya que pretende que pienses o hagas algo que no harías de saber la verdad. Tal vez sea que hay muchos políticos que se han acostumbrado tanto a la creación y difusión de bulos y mentiras para controlar las emociones de los ciudadanos que ya no disciernen entre lo que es peligroso de lo que no lo es. Porque si lo disciernen, pero siguen haciéndolo estaríamos en una situación mucho más peligrosa. Coincido con Yuval Noah Harari en que los políticos saben perfectamente que los ciudadanos votamos más con las emociones que con la racionalidad y saben muy bien cómo explotar estas emociones. Pero explotar las emociones con mentiras es muy peligroso y puede conducir a una sociedad engañada y estafada que cada vez confía menos en sus dirigentes. No estamos en una situación como para aceptar el 'quítate tú, que me pongo yo'. Y menos sin saber quién lo haría bien ni si es posible hacerlo, cosa que dudo. 

Las mentira y los bulos han llegado a tal extremo que hasta Donald Trump en Estados Unidos está encabezando una particular rebelión interna usando la mentira de la creación del SARS-CoV-2 en un laboratorio de Wuhan como excusa. La ciencia ha demostrado que esto no es así, pero Trump y otros, como el casi nonagenario premio Nobel, Luc Montaigner fervoroso defensor de la homeopatía y de no vacunarse, ayudan a difundir esa creencia. En el caso de Trump, supongo que eso le sirve para desviar la ira de los ciudadanos hacia China en lugar de centrarla en los gestores de la sanidad que deben cuidar por su salud. Esta forma de actuar pone en grave peligro a una sociedad tensionada.

En mis anteriores columnas he indicado que esta es la hora de la ciencia, ya que la información científica es imprescindible para entender esta infección y buscar la mejor manera de tratarla o prevenirla con vacunas. Estoy seguro que esa información esencial está fluyendo en los ambientes adecuados y que los avances se producen sobre la base de datos fiables, contrastados y revisados. También he indicado que, a pesar de ser imprescindible en el momento actual, la ciencia corre peligro ya que las expectativas que llegan a la población todos los días se pueden desmoronar rápidamente cuando los ensayos no funcionen, las vacunas no salgan al mercado rápidamente, o la pandemia no se pare como cualquiera querría. Debemos ser cautelosos y saber controlar los tiempos y los procedimientos para llegar al éxito y controlar la pandemia.

Estamos ante un virus altamente infeccioso, un microorganismo patológico recién llegado a nuestra especie que produce síntomas parecidos a los de la gripe, pero con una alta capacidad infecciosa y una explosiva actividad inflamatoria que colapsa los pulmones. Un microorganismo nunca visto y que ha sido fabricado en la gran fábrica de microorganismos que tiene la Naturaleza. Un organismo que ha pasado a los seres humanos por nuestra voraz capacidad de invadir cualquier hábitat imaginable y aprovecharnos de lo que ahí haya. Un organismo que ha aparecido para decirnos que somos un organismo más en la Tierra, que nuestra fisiología no es especial, que nuestras células son vulnerables y que no podemos prever nada así ya que no sabemos ni dónde ni cuándo nos van a golpear. 

Somos la especie de mamíferos con más individuos en la Tierra. Hemos llegado a poblar pequeños espacios de terreno con altísimas densidades de individuos. A la vez, hemos desarrollado sistemas de dispersión enormemente eficientes que pueden hacer que te muevas en una ciudad en minutos o que en un día podamos ir al lado contrario del planeta. Nuestra sociedad es una máquina supereficiente para la dispersión de microorganismos. Pero, a la vez, hemos descuidado lo necesario para protegernos frente a los enemigos invisibles actuales o futuros. Hemos descuidado la educación para afrontar el futuro, y en especial en biología para entender qué somos y cómo nos podemos proteger; la sanidad, para disponer de un sistema a punto para prevenir las enfermedades que nos acechan; y la ciencia, para entender el mundo en el que vivimos y lo que podemos y no podemos afrontar. Esos descuidos nos acercan mucho a una gran sociedad distópica y no creo que estemos tomando nota.

#YoMeQuedoEnCasa, #NosotrosNosQuedamosEnCasa