Opinión

Sobre la eficacia y la seguridad de las vacunas

El sistema inmunitario se encarga de una función tan crucial para el mantenimiento de la integridad del organismo como lo es la de discriminar lo que es "propio" de lo que es "extraño" a él.  Los patógenos, bacterias y virus incluidos, además de  las propias células del organismo que se tornan tumorales, son reconocidos por el sistema inmunitario como foráneos y posteriormente eliminados.

El proceso comienza cuando unas moléculas presentes en el organismo denominadas anticuerpos se unen a moléculas presentes en los patógenos llamadas antígenos. Los anticuerpos unidos alos antígenos son la forma que tiene el organismo de “marcar” lo que es extraño, que una vez marcado es reconocido por una células especializadas que lo fagocitan (lo ingieren) y destruyen, con lo que la infección o el tumor quedan erradicados. Una vez que el organismo ha entrado en contacto con un patógeno (o con una célula tumoral) y lo ha eliminado, guarda “memoria” de ese primer contacto y ante una segunda infección reacciona mucho más rápido y más eficazmente de lo que lo hizo la primera vez. Esto se debe a lo que se llama “memoria inmunológica” y es el fundamento mismo de las vacunas.

Las vacunas funcionan de manera que se administran sólo los antígenos de los virus o bacterias, o estos mismos virus o bacterias completos pero inactivados (han perdido la capacidad de replicarse), con lo que en ningún caso tienen capacidad de enfermar al individuo. El objetivo en cualquier caso es estimular la respuesta inmune para que el individuo quede protegido ante futuras infecciones, pero obviamente sin que desarrolle la enfermedad. Las vacunas han supuesto hay que decirlo, insistir en ello y subrayarlo, uno de los mayores logros de la historia de la Humanidad sin lugar a dudas. 

Mucho se ha avanzado desde que Jenner y Pasteur vacunaran de viruela y rabia respectivamente y con resultados espectaculares en ambos casos. La lista de éxitos posteriores a esas dos primeras vacunas es larga: poliomielitis, difteria, gripe, tétanos,  papiloma humano, rabia y un largo etcétera. Es verdad también que ha habido fracasos: de momento no se ha conseguido una vacuna frente al SIDA, ni una eficaz frente a la malaria. 

Llegó  la COVID 19 (acrónimo del inglés Coronavirus Disease 2019) provocada por el virus SARS-CoV-2, un virus cuya familia ya se conocía y al que gracias al conocimiento acumulado y disponible en Virología, Biología Molecular, Inmunología, Biología Celular etc… se le pudo empezar a hacer frente con vacunas obtenidas en tan solo nueve meses. Esa ingente cantidad de conocimientos disponibles permitieron que se tardara solo un par de meses en tener secuenciado el genoma del coronavirus e identificadas las proteínas  codificadas por él. Esto permitió basar la obtención de las primeras vacunas (Pfizer y Moderna) en la genialidad de inyectar  intramuscularmente sólo los genes (en forma de ARN) del virus que codifican para la ya famosa proteína S (el antígeno viral). Esta proteína es la “llave” que utiliza el virus para ingresar en las células del epitelio pulmonar y es la proteína antigénica frente a la que el organismo dirige su respuesta inmunitaria, tanto de anticuerpos neutralizantes como de inmunidad celular que será la que conferirá memoria inmunológica.

Por el contrario, la vacuna de AstraZeneca también segura y eficaz, también segura y eficaz lo digo otra vez, se basa en la inoculación de virus inactivados (inhabilitados para replicarse) pero que portan la proteína antigénica S y por tanto son capaces de disparar la respuesta inmunitaria específica frente al Coronavirus. No había motivos fundados, pero se suspendió “cautelarmente” la administración de esta vacuna ante la aparición de accidentes trombóticos, que los alarmistas difundieron que eran efectos secundarios de la vacuna. Y se dejó de vacunar con AstraZeneca incluso en contra del criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que llamó a la calma ante la falta de evidencias.

Y se interrumpió el proceso de vacunación con AstraZeneca, a pesar de tener datos que no dejaban lugar a las dudas sobre su seguridad: la incidencia de los accidentes trombóticos en el grupo de individuos a los que se les había administrado la vacuna no difería significativamente de aquellos a los que no se les había administrado. Se podría haber evitado este retraso en la vacunación simplemente ciñéndose a las estadísticas disponibles, pero en mi opinión optó más por ceder a la presión mediática que por atenerse a los datos disponibles que son 30 casos de trombosis en los 5 millones de vacunados con AstraZeneca. Una incidencia sin diferencias significativas con respecto al grupo que no ha recibido la vacuna. Ni que decir tiene que el tabaquismo, el sedentarismo, los anticonceptivos orales y no digamos ya la edad, son factores de riesgo que predisponen a sufrir eventos tromboembólicos mucho mayores que cualquier vacuna. 

Hay que repetirles a los negacionistas, que esa rapidez en el desarrollo de estas vacunas no ha obviado ni uno solo de los rigurosos controles y estándares de seguridad que exige la OMS. Por eso, los números son apabullantes: a 17 de marzo de 2021, tras más de 230 millones de vacunas administradas en todo el mundo, no ha habido ni un solo caso de efecto secundario grave atribuible a las vacunas. Ni uno solo en más de 230 millones de vacunados. 

En cuanto a la eficacia no hay el más mínimo resquicio para la desconfianza. En las residencias de mayores la enfermedad ha sido prácticamente erradicada y los pequeños brotes que han surgido, una vez ya vacunados los residentes, no han comportado más que una sintomatología banal.  El 18 de enero se reportaron 4.439 casos en residencias; el 15 de febrero 215 casos, es decir, 20 veces menos (un 95% de protección) en menos de un solo mes, o lo que es lo mismo: una protección de un 95%. Y yo insistiría en recordar lo que no se podrá olvidar: las olas de enfermedad y fallecimientos que provocó el virus cuando no había vacunas disponibles. Abundando en el factor eficacia, un estudio de la Universidad de Jerusalén puso de manifiesto que estando vacunadas casi 5 millones de personas en Israel, tan sólo el 0,06%  enfermó por el Coronavirus, es decir, sólo 6 de cada 10.000 vacunados en los que incluso en esos casos la enfermedad fue mucho más leve. Se sabe por fin, un dato concluyente: vacunar a todos los mayores de 70 años reducirá la mortalidad en más de un 80%. La contundencia de todas estas cifras es literalmente innegable; es el tozudo despotismo de los hechos. 

No hay más que comparar esos datos con los de los países en los que no se ha tomado ninguna medida porque sus gobernantes negaban al virus, como en los EEUU de Trump, el México de López Obrador o en el Brasil de Bolsonaro. Los brasileños sufren alrededor de 3000 muertos diarias y tienen los servicios públicos de salud literalmente colapsados.  En México el desastre es muy parecido, y en EEUU se ha mejorado espectacularmente con la política de vacunación masiva instaurada por Biden. 

Hay entonces razones fundadas para la esperanza al menos en el mundo desarrollado, mucho más cuando al menos otras dos vacunas llegarán a la UE y por tanto a España en los dos próximos meses. No obstante, el  control de la pandemia a nivel mundial pasa ineludiblemente por que los países desarrollados acaben tomando conciencia y medidas para que los países “en vías de desarrollo” se puedan incorporar a los programas de vacunación masivos que se avecinan. Debería crearles mala conciencia a los gobiernos del llamado “mundo desarrollado” el  sobrecogedor dato de que todavía haya 130 países que aún no han administrado ni una sola dosis. Duele que mientras eso pasa,  en nuestras sociedades de “niveles altos de colesterol”, algunos grupos de irresponsables e indocumentados (por actrices o cantantes famosos que sean) anti-vacunas clamen por no vacunar y alarmen  a la población sembrando dudas sobre lo que no las hay.