Opinión

Cuando (sólo) la intención no es suficiente

A propósito del derecho al acceso al empleo público de las personas con discapacidad, y más concretamente, a propósito de la Ley 4/2017 que rige en nuestra Comunidad Autónoma, me surgen unas cuantas dudas y otras cuantas reflexiones.

Si tuviera que hacer spoiler, aunque algo dice ya el título, adelanto que creo que hace falta regular más, hilar más fino en el sentido que apunta la Ley, para que veamos unos frutos positivos de la norma.

El artículo 28 de esa Ley, establece la obligación a las Administraciones Públicas, de reservar al 10% de plazas en las ofertas públicas de empleo para personas con algún tipo de discapacidad. No de cualquier forma, sino que debe reservarse un 7% a discapacidad general, un 2% a intelectual, y un 1% a enfermedad mental.

Empecemos por tener idea del alcance de cada uno de esos tipos. En la primera, el abanico es amplísimo, cabiendo desde una simple diabetes -que puede dar lugar a una discapacidad certificada incluso superior a un 33%-, hasta una ceguera, o una movilidad reducida. Insisto, la casuística sería interminable en este caso; en la segunda, el caso que más rápido me viene a la cabeza sería, por ejemplo, personas con Síndrome de Down; para la tercera reserva, el repertorio puede ser también extenso y, sin ser considerado como discapacidad, se puede diagnosticar desde una bulimia, o una ludopatía, hasta un trastorno bipolar o una esquizofrenia.

La Ley da muchas pistas de lo que pretende, con matices salpicados a lo largo de su redacción. Por ejemplo, en la propia exposición de motivos, refiriéndose a la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ya dice que “los poderes públicos están obligados a garantizar que el ejercicio de esos derechos sea pleno y efectivo”; que se pretende con esta Ley “dar prioridad a las políticas de empleo dirigidas a la igualdad de oportunidades para todas las personas según sus capacidades”; o que nuestra Constitución ya “establece el mandato de procurar su integración y eliminar los obstáculos que impidan su participación social y su igualdad de derechos ante la ley”.

Y hay más, en el apartado de definiciones, dice que la igualdad de oportunidades es “la ausencia de toda discriminación, directa o indirecta” y “la adopción de medidas de acción positiva”; que existe discriminación indirecta “cuando una disposición legal o reglamentaria, aparentemente neutros, puedan ocasionar una desventaja particular a una persona respecto de otras por motivo o por razón de discapacidad”; y que las medidas de acción positiva “son aquellas de carácter específico consistentes en evitar o compensar las desventajas derivadas de la discapacidad”.

En fin, todo esto tan obvio, viene a ser lo que marca la diferencia entre una igualdad objetiva, donde se aplican a todos las mismas reglas de juego, y una igualdad subjetiva, donde se ajustan para amortiguar las diferencias en función de las capacidades de esas personas.

Ahora, hay un problema cuando se pasa de la teoría a la práctica, cuando se intenta aplicar lo previsto en una supuesta garantía de los derechos de las personas con discapacidad. Es muy sencillo de entender, pero complejo de solucionar. El artículo 28 de la Ley, dice también, aparte de esa obligación de guardar reserva de plazas, que “se regularán las medidas de acción positiva que sean necesarias, entre las que se incluirán la exención de algunas de las pruebas”. Si hablamos de ciertas pruebas de acceso, como es el caso de la Policía Local, esas pruebas vienen perfectamente reguladas en otra norma, la Ley 13/2001, de Coordinación de las Policías Locales, sin dar margen posible a cambiarlas a los Ayuntamientos. Entonces, tiene difícil encaje aplicar las “medidas de

acción positiva” que reclama el artículo 28, cunado su regulación no está en mano de los municipios.

Y hay otras situaciones que sí contemplan la normativa, como lo que se conoce por “segunda actividad”. Un estatus previsto para el personal que, por una u otra circunstancia, va perdiendo facultades. Pero, ya digo, es algo establecido por Ley.

A la vista de todo esto, ¿cómo hacen las Entidades Locales para conjugar el derecho de acceso al empleo público que tienen las personas con discapacidad en ciertos niveles? Pues, a falta de mejor regulación, echando mano de I+D: imaginación y determinación. No nos queda otra. Pero tenemos perfectamente claro lo que pretende la Ley, que no es otra cosa que garantizar un desarrollo pleno y efectivo de las personas con discapacidad. Y, de nada nos sirve guardar esa reserva de plazas si, en el trámite de selección se van a encontrar unos trámites insalvables porque, como dice la Ley, se trataría de un caso claro de discriminación indirecta. Si no somos capaces de garantizar unas medidas de de acción positiva, esto es, adecuar baremos y pruebas de selección, entonces, tenemos que asumir que no es posible aplicar reserva en ciertas posiciones, mientras la norma sea la que es.

Volviendo a la casuística, por supuesto que hay situaciones y situaciones, y que algunas personas cuentan con circunstancias no invalidantes, pero quién es una Administración Local para determinar quién sí y quién no tiene acceso a unas pruebas. Con la Ley en la mano, o se les da acceso a todos, sabiendo que no las van a superar, o, directamente, no se les da. Simplificando muchísimo las situaciones, no se puede eximir a una persona con discapacidad intelectual de conocer el callejero al acceder al cuerpo de bomberos; no se puede asumir el riesgo de dar un arma de fuego a una persona diagnosticada de esquizofrenia, a expensas de que siga o no un tratamiento; no se puede no exigir a una persona ciega el carnet de conducir si pretende incorporarse a la profesión de bombero, cuando el acceso es para todos el mismo, de bombero conductor.

No creo que sea eso la intención del legislador cuando elaboró el texto en cuestión. Todos sabemos hacia dónde tenemos que ir. Y se ha avanzado una barbaridad en materia de igualdad de derechos y oportunidades, pero queda muchísimo por recorrer. Y se tiene ya lo más difícil, la disposición de la Sociedad y de las Administraciones, que entienden que tiene que hacerse. Se sabe el “qué” pero falta el “cómo”.

La Ley, cuando se echa a rodar, entra en colisión con otras normas igualmente válidas, y no es la única que que se da. Recordemos, por ejemplo, la posibilidad de licitar un contrato como reservado, para centros especiales de empleo. Pierde su sentido si, al aplicar la norma de contratos públicos, la adjudicataria debe subrogarse en la contratación del personal de la anterior empresa, si éste no presenta discapacidad. Son fallos del sistema que se detectan con el rodaje de las normas. Y ésta tiene poco todavía, apenas cuatro años.

Insisto, la intención de la Ley es correcta, pero se queda corta, muy corta, para lo que necesitamos. El legislador (y sólo él puede) tiene que atreverse a dar unos pasos más, identificando casos y permitiendo pruebas alternativas cuando la situación lo permita. Tienen que regularse accesos en la misma línea de la segunda actividad porque, hoy por hoy, no es posible, por la vía de nuevo ingreso, asimilarlo. Tienen que hablar de igualdad de oportunidades en términos efectivos y reales. Sólo así se estarán garantizando los derechos al colectivo. Lo demás, brindis al sol, y no nos sirve...