Opinión

Aspectos medioambientales en el desarrollo de enfermedades infecciosas

Azahara Merino Martos

Secretaría Confederal de Medio Ambiente y Movilidad de CCOO

En el actual contexto de la pandemia sanitaria, reflexionar sobre escenarios futuros requiere, a priori, entender el vínculo existente entre medio ambiente y el aumento de enfermedades infecciosas.

Aunque el origen de la COVID-19 es aún desconocido para la ciencia, la comunidad científica coincide en señalar que la enfermedad se inició tras el contagio de un ser humano a partir de una especie animal, quedando, así, catalogada como una enfermedad zoonótica. La Organización Mundial por la Salud (OMS) define las enfermedades zoonóticas como aquellas causadas por virus, bacterias, parásitos u hongos provenientes de animales que afectan a humanos, existiendo un mayor riesgo de transmisión en la interfaz entre el ser humano y los animales a través de la exposición directa o indirecta a los animales, los productos derivados de estos (por ejemplo carne, leche, huevos) o su entorno. 

Aunque este tipo de enfermedades llevan décadas produciéndose, tal como indica el Centro para el Control y Prevención de enfermedades (CDC) de Estados Unidos el cual señala que un 60% de las enfermedades infecciosas registradas son zoonóticas, si es cierto que un 75% son enfermedades nuevas emergentes. Por ejemplo, la fiebre de Lassa se identificó por primera vez en 1969 en Nigeria, la infección por virus de Nipah en Malasia en 1998, el Virus del Nilo Occidental apareció por primera vez en Estados Unidos en 1999, el SARS de China en 2002, la Gripe Aviar en 2003, el Ébola en 2013, el Zika en 2015, etc.

Ahora bien, ¿cuáles son las causas que ha hecho que estas enfermedades aumenten en los últimos tiempos convirtiéndose en un riesgo emergente para la salud humana?.

Desde hace poco más de una década, científicas y científicos vienen alertando de que la pérdida de la biodiversidad implica en la mayoría de los casos un aumento en el riesgo de transmisión de estas enfermedades infecciosas. Por citar un estudio, está el realizado por Kate E. Jones y colaboradores, de la Universidad “College” de Londres, en 2008, el cual concluía que los eventos de las enfermedades infecciosas causadas por patógenas zoonóticas están significativamente correlacionados con la biodiversidad de la vida silvestre.

Para que una enfermedad infecciosa se transmita se requiere la interacción de múltiples especies. Cómo mínimo intervienen el patógeno y su huésped pero a menudo son varias las especies de huéspedes que pueden albergar ese patógeno y en numerosas ocasiones se requiere una especie intermedia, como mosquitos, garrapatas o pulgas, a la que se denomina vector, que es la que transmite la enfermedad infecciosa hasta su huésped final. Por consiguiente, la existencia de una gran diversidad de especies hace que los virus, o patógenos en general, se alojen en huéspedes intermedios que bloquean su propagación, con lo que el virus se frena en esa especie intermedia (y la carga vírica global se diluye).

Según una investigación de expertos de universidades de Princeton y Cornell y del Bard College (Nueva York), publicado en la revista Nature en 2010, las especies más proclives a desparecer son precisamente aquellas que amortiguan las enfermedades infecciosas. Hoy, la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), en su primer informe sobre la situación de la biodiversidad global, alerta sobre el riesgo de extinción de alrededor un millón de especies (lo que supone 10% de insectos y el 25% de otros animales y plantas) en las próximas décadas. Y establece como las principales causas el cambio de uso de suelo (el 75% de la superficie terrestre ha sido transformada significativamente por la humanidad) o mar, la extracción de recursos naturales, el cambio climático, la contaminación y la aparición de especies invasoras. 

Así pues, como ya se ha indicado, el cambio climático es una de las causas que contribuye a la degradación de los ecosistemas y, por ende, a la desaparición de especies genéticas. Además, a esto hay que sumarle su contribución a la proliferación de enfermedades vectoriales e infecciosas. La fusión de los hielos o los suelos permanentemente congelados (permafrost) de las zonas boreales están liberando virus y bacterias con potencial de infección a humanos, como ocurrió hace algún tiempo con el Ántrax en Rusia.

Por otro lado, y en relación a la COVID-19, empieza a haber literatura científica que relaciona la letalidad y la velocidad de la expansión del virus con los episodios de alta contaminación atmosférica. Un estudio de la Universidad de Harvard (del 5 de abril del 2020) ha relacionado los altos niveles de contaminación con un mayor riesgo en la propagación de la COVID-19. En dicho estudio se acreditaba que “un incremento de solo una unidad en la media de exposición prolongada a partículas en suspensión está relacionado con un aumento del 15% de media en el índice de mortalidad”. Así las personas que han tenido una exposición prolongada a partículas finas en suspensión ha aumentado la inflamación de sus pulmones y, potencialmente, del sistema cardiovascular.

Con estas premisas, estamos en condiciones de afirmar que detrás de esta crisis sanitaria se encuentra, como principal responsable, el actual  modelo de producción y consumo que no ha tenido en cuenta los límites biofísicos del planeta. Los planes de recuperación post-COVID19 no deben volver al “business as usual” y la agenda política debe ir acompañada de una efectiva agenda ambiental.