Opinión

Cuando la justicia castiga a los excluidos

Tenemos una amiga romaní, de la etnia spoitiori, cuyo nombre y apellidos conocemos, pero a quien llamaremos P. Lleva veinticuatro meses en prisión preventiva y a finales de este mes de junio será juzgada ante la Audiencia Provincial de Córdoba, enfrentándose a una pena de 25 años de prisión, hemos dicho bien, 25 años. Está acusada de un delito de trata de personas, por colaborar activamente en el matrimonio temprano y concertado de su sobrino con una menor. Ella no pertenece a ningún grupo mafioso, nunca se ha beneficiado con actividades delictivas relacionadas con la trata, simplemente ha participado en una costumbre ancestral y perniciosa, como es el matrimonio forzoso entre menores, costumbre muy extendida en la mayoría de las comunidades romaníes de todo el mundo.

A nuestra amiga P. también la casaron cuando tenía treces años y fue una víctima más de la rueda de los matrimonios tempranos con 'precio de la novia' incluido, que esclaviza a las niñas y las aleja del juego y de la escuela. Pese a esto, no deja de ser monstruoso y tremendamente injusto que los tribunales estimen que forma parte de una red de trata en sentido estricto. La detuvieron cuando estaba en una de nuestras casas, ayudando en las tareas de limpieza. Dejó su móvil, su ropa de calle, sus zapatillas... y sonriente dijo "vuelvo enseguida". No podía imaginar que le esperaba la máquina trituradora de una legislación etnocentrista, ignoraba que nuestras leyes son ciegas cuando juzgan a los excluidos y sobrantes, no sabía que la inclusión y comprensión de los patrones culturales ajenos es sólo retórica vana para enaltecer los modelos culturales propios.

La realidad es que el matrimonio infantil es una práctica que ha persistido durante siglos no sólo entre los romà, sino en innumerables sociedades. Hoy, se define como una unión formal o consuetudinaria en la que una o ambas partes son menores de dieciocho años. Esta práctica se lleva a cabo en todas las regiones, culturas y religiones, y aunque afecta a niños de ambos sexos, las niñas se ven proporcionalmente más afectadas. Pese a estar disminuyendo, el progreso para frenar esta tradición ha sido lento, y en algunos lugares el problema sigue siendo alarmante.

El informe de 2010 del Centro Nacional de Estadísticas de Salud en Estados Unidos indica que el 2.1% de las niñas con edades comprendidas entre 15-17 años estaban casadas. En el grupo de edad de 15-19, el 7.6% de las niñas de los Estados Unidos estaban casadas formalmente o en una unión informal. El sur de Asia es lugar con mayor número de niñas casadas: casi la mitad de las mujeres de veinte a veinticuatro (46 por ciento) se casaron antes de los dieciocho años, y casi un quinto (18 por ciento) se casó a los quince años. India tiene el mayor número de niñas casadas en el mundo, representando el 40 por ciento de todos los niños casados en todo el mundo.

Las causas de la práctica de estas uniones precoces o forzadas son multidimensionales y están profundamente arraigadas. Históricamente, el matrimonio temprano se usó como una herramienta para maximizar la fertilidad en el contexto de altas tasas de mortalidad, así como para fomentar relaciones económicas, políticas o sociales entre los grupos. Hoy, esta tradición está motivada por la pobreza, la marginación social y determinadas normas culturales, perpetuándose a causa de las desigualdades de género y del bajo estatus de niñas y mujeres.

Hay que tener en cuenta además que las transacciones económicas relacionadas con el matrimonio a menudo otorgan un valor a la juventud, lo que empuja a las familias pobres a casar a sus hijas para aumentar su propia estabilidad económica. Prácticas como el precio de la novia o la riqueza de la novia, donde la familia del novio da dinero o posesiones a la novia, también fomenta el matrimonio temprano porque las novias más jóvenes tienen un valor más alto, al contribuir con su trabajo durante más tiempo a la familia en la que ingresan. Esta práctica ancestral sirve para que nuestros tribunales consideren que se ha comprado a una niña, que se ha realizado una acción de trata. Lo que en otras culturas próximas a la nuestra se llama dote, en culturas como la romaní se considera trata de seres humanos.

La educación es, sin duda, la clave para luchar contra el matrimonio precoz, de manera que cuanto más elevado es el nivel de estudios tanto más alta es la edad a la que suelen formar familia. Por ejemplo, un 50 % de los romaníes a la edad de 16 años que tienen educación primaria o de grado inferior ya han contraído matrimonio. Un 50 % de los romaníes que tienen una educación superior forman una familia a los 25 años. O sea que la inversión en la educación presupone un aumento de la edad a la que se contrae matrimonio.

La lucha contra estas prácticas dañinas ¿ha de pasar por destruir la vida de gente como nuestra amiga P.? ¿Es ese el elevado precio que ha de pagar por haber nacido pobre en una cultura romaní y haber sido socializada con esos patrones culturales?

Al ingresar en prisión preventiva nuestra amiga P. tuvo que dejar a su nieta del alma, que era la vida de su vida, en un centro de menores, ahora cuando nuestros tribunales emitan la sentencia castigarán también a esa niña a vivir separada de sus abuelos. Y puede que los magistrados, al firmar la sentencia, se sientan orgullosos de proteger a una menor y luchar contra la trata de seres humanos.

La criminalización de costumbres culturales ancestrales y nocivas no soluciona problemas como el de los matrimonios tempranos concertados. Solo sirve para añadir más dolor y sufrimiento a quienes, como nuestra amiga P., también lo padecieron.