FOTOGALERÍA: La pacense de los dedos de oro regala un conciertazo a lo íntimo en el Góngora
Nada más escuchar los acordes de calentamiento, afilados como cuchillas de afeitar en el Viejo Oeste de los gringos, uno se da cuenta de que un teatro, por muy majo y con buena acústica que sea y tenga, no es el mejor lugar para saborear la música de este trío contundente y que encajan tan bien unos con otros.
El sonido de Susan Santos es para recibirlo de pie, con una cerveza en la mano o si me apuran a medida que avanza el concierto con un lingotazo de bourbon o unos chupitos de mezcal, pero no sentado; no señor. Es que, pese a lo complicado que resulta definir su estilo, éste sabe y huele a frontera, a sol y a cactus, a camisas sudadas por el calor seco de los desiertos de tierra adentro.
Y suena con un aire particular, pero procedente de múltiples fuentes: Desde los punteos psicodélicos de Jimi Hendrix, que la zurda de Badajoz consigue atrapar pellizcando rauda las cuerdas de su LSL -a la que debe de adorar a tenor de los golpes que tiene y que Santos se niega a sustituir-, hasta el guitarreo falsamente infantil de Robbie van Leeuwen, pasando por la interpretación de Eric 'Slowhand' Clapton en el inicio de los Yardbirds al atacar su Slow Blues de cada concierto, los directos explosivos de Dr. Feelgood, una pizca de los Them, una cucharadita de Ten Years After, un toquecito de Muddy Waters, algo de John Mayall y hasta un cierto aliento lejano a los Doors.
Todo ello bien mezclado, no agitado, para lograr como objetivo una suerte de Blues-Rock alejado del purismo convencional, algo sucio, como si un punk le hubiera robado a B. B. King sus temas para insuflarles una energía inusual de Power-Pop. Dicho de otro modo, Susan y los suyos son almas negras atrapadas en pieles blancas y no se avergüenzan ni de una cosa ni de otra.
La pacense de los dedos de oro cuando toca cierra los ojos. El pelo le cubre la cara y ni se entera. Es como si un inmenso caparazón confeccionado a base de notas musicales la arropara por completo y la transportara lejos. Tanto que deambula por el escenario sin percatarse de los altavoces en el suelo, pero tiene un ángel que le impide tropezarse y caer. Disfruta hablando con la guitarra, la LSL o la Strato Deluxe 50, la acaricia, le arranca palabras y uno entiende que estos conciertos son los que dan sentido al Festival cordobés. Un Festival que Santos ha calificado de referente internacional donde "es un lujo tocar para cualquier guitarrista que se precie".
Sus temas podrían dar volumen a una película de Tarantino o hubieran sido carne del club Agapo en plena época de la Movida Madrileña, cuando había alternativas musicales a los 'grupos de siempre'. 'Shakin' All Over', 'Skin & Bones', 'Feeling good', 'Dirty Money'... Canciones que se prolongan como chicle y que atrapan el tiempo para jugar con su relatividad, y dos horas se hacen extremadamente cortas. Máxime cuando la blueswoman se baja del escenario para sentarse en las escaleras y se ofrece al público para hacerle ver que no es una diva, que es de carne y hueso y que se divierte haciendo divertirse a los demás, con un tema de nueve minutos en el que más de un 50% es puro punteo de fantasía.
Para eso cuenta con dos puntales de importancia: El virtuoso baterista Dani Podador, que es de los que tocan con partitura, y el contundente bajista de sesión Peter Oteo, que, al igual que el anterior, hace que todo parezca más fácil de lo que en principio parece, gracias a su instrumento Sadowsky apropiado para los sonidos de Jazz y de Blues, sobre todo en manos de alguien que lo conoce bien.
Un buen concierto ante un público que comenzó un tanto frío, pero acabó puesto en pie y agradeciendo con una larga ovación al trío. Algo más de media entrada para una actuación de lujo que ha tenido que competir con el Rock and River Blues Festival de Puente Genil.
FOTOS: IMAE / RAFA ALCAIDE
