La zona roja o la vida (en cuarentena) de un periodista andaluz en Roma II

Sigue la crónica del día a día en la Ciudad Eterna. Cuatro días ya de cuarentena en Italia 

Supermercado en Roma
photo_camera Supermercado en Roma

Jueves, 12 de marzo. Día 3. 

Roma. 

Abro la ventana a las 9 de la mañana. Me inquieta este dato. Cada día abro los ojos más temprano, cada noche los cierro más tarde. Noticias alarmantes desde España, noticias desastrosas aquí en Italia, vídeos alucinantes, cáusticos memes, grupos apocalípticos de WhatsApp que me soliviantan aún más, si cabe. 

Me cuesta dormir. 

Y encima el telegiornale (telediario), esa nueva película italiana de terror. Anoche me quedé traspuesto en el sofá con una noticia impactante. El presidente Giuseppe Conte ―cada vez con peor carita el muchacho― anunciaba una vuelta de tuerca más: Cerrojazo de toda tienda existente, de todo negocio, de todo bar, de toda pizzería, a cualquier hora. Sólo farmacias y supermercados podrán seguir abiertos. El candado empieza a apretar un poquito más, las calles se vacían proporcionalmente, las miradas se vuelven mustias y esquivas. 

Hoy no tengo que ir a la guerra de la compra. Ya fui ayer. Hay provisiones para varios días y, por responsabilidad hacia mi hijo, prefiero no afrontar las posibles hordas de compradores histéricos. Reconozco que me muero de curiosidad por saber cómo estarán hoy los pasillos, estantes y neveras del súper. Me pregunto si los romanos han enloquecido ya como los españoles y han tomado de asalto los establecimientos alimentarios. Haciendo un notable esfuerzo, evito personarme para descubrirlo. Quizá mañana… 

En vez de lanzarme a la Operación Supermercado, mi hijo me convence a dar un paseo por el parque colindante a nuestro domicilio. ¿Inocuo? Habrá que verlo. Bajamos con gafas de sol porque este invierno sigue chuleando de sol y calor pegajoso. En el parque, una joven pareja yace tumbada sobre una toalla de playa con su bebé de pocos meses. Las margaritas, engañadas por el invierno macarra, han florecido y muestran su blanca exuberancia creando un cuadro de Monet. Sin embargo, hoy no soy capaz de disfrutar de una postal semejante. Un bocado me atenaza el estómago. La edad me está volviendo demasiado sensible… 

Estiramos las piernas. Llevamos días sin pasear. La pareja sobre la hierba es prácticamente la única presencia humana que encontramos. En realidad no. Un hombre alto y desgarbado, con un enorme perro, nos corta el paso a unos metros. Tose con fuerza. Mi vástago de doce años me mira alarmado. Yo lo miro alarmado a él. Reprimo las ganas de salir corriendo. “Cálmate, cenutrio” me digo. Pero, sin poder evitarlo, aligero el paso como el que va a perderse pasar a la Virgen el Jueves Santo. ¡No se me pone a toser el menda a veinte metros!… Manda narices. Afortunadamente, yo no iba armado. 

Por fin en casa. Estamos a salvo del energúmeno tosedor con perrito incorporado. 

Nos lavamos las manos maníacamente. Otro trabajo más. Si sumas las veces que te lavas las manos durante esta cuarentena, te salen un montón horas de trabajo. 

Antes de preparar la sacrosanta pasta, mi amigo malagueño, Alan Gallardo, un chaval encantador de veintipocos años, me cuenta que se vuelve a España. Bueno, que lo va intentar, más bien. Porque se da el caso que ya le han cancelado dos vuelos esta semana. Finalmente, haciendo una cabriola aeronáutica, consigue escapar de Roma destino a Praga, y desde allí, un vuelo lo llevará hacia la ansiada Costa del Sol. Lo más lógico del mundo. Uno para ir a Málaga pasa siempre por Praga. Así estamos. Dice que me tendrá informado durante el día. Que Dios lo coja confesado… 

Por la tarde, cotilleando en internet, me entero que, en España, Irene Montero, Ana Pastor, Santiago Abascal y otros cuantos políticos se han contagiado. Suspiro. De esto no te salva ni el aforamiento de diputado. Suspiro de nuevo. 

Mi amigo Alan Gallardo me saluda desde Praga. Estuvieron a punto de cancelarle también este tercer vuelo en Roma Fiumicino, pero al final, gracias a la diosa Fortuna, el dichoso aeroplano lo transportó hasta la República Checa. Ya lleva ocho horas de viaje y aún debe volar hacia Málaga, solo y cargado de maletas. Epopeya. 

Es de noche, tardísimo. Me estoy castigando de nuevo con noticieros italianos. Los datos son desalentadores. Me quedo dormido… Suena un zumbido de madrugada: Alan ha llegado a España. 

Sonrío y, aliviado por mi amigo, me abrazo a Morfeo. 

Viernes, 13 de marzo. Día 4. 

Ocho y media de la mañana. Me despierto media hora antes que ayer. No tiene ni pizca de gracia. Eso de anticipar cada día media hora mi despertar empieza a ser irritante. Para lo que hay que hacer... 

Abro la ventana, para no perder la costumbre. Nadie, señores, nadie. Ni el Tato. Espero que no sea porque es viernes 13. 

Horror. Me doy cuenta que la cerveza se está acabando. Tragedia viva. Habrá que afrontar la temida Operación Supermercado. Descubro además que escasea la leche y no hay pan. Así me siento menos culpable y menos birradependiente. “Pues chico, habrá que ir” me digo. 

Voy a salir de casa. ¿Desinfecto el pomo de la puerta? ¿No será más útil hacerlo luego, a la vuelta del súper? Esta es una de las tremendas dudas que me atormentan en los últimos días. 

Al llegar al supermercado distingo la cola desde centenares de metros. Ojú, mi mare… Al acercarme con mi coche observo con consternación que la cola es kilométrica. Nada que ver con hace dos días. La cosa ha empeorado. Me pongo en procesión. Nadie habla. Nadie se queja. Resignación y silencio. 

Entramos a cuenta gotas, pero esta vez de uno en uno. Un cliente paga y se va y entonces otro puede entrar. Esto va para largo. Hago una foto. La gente me mira como si estuviera robando algo. Me la repanfinfla, honestamente. 

Cuarenta minutos después, por fin, me toca entrar. Y entonces… desastre. Contemplo con sobresalto que no queda leche, de ningún tipo, ni queso, ni embutidos. Dos tristes paquetes de galletas me miran con pavor. Los agarro sin piedad y para el cesto. Eran los últimos. El otrora Señor de las naranjas avanza por el pasillo sin naranjas y con pocas galletas. Esto ya no mola. 

Sección charcutería. A ver si aquí hay más suerte. Gracias al cielo sí, algo queda. Compro mortadela, jamón cocido y poco más. Un señor se me pone a escasos centímetros sin respetar la “Ley del Metro”. De pronto, sale de mí una voz gutural, de un espíritu sobrenatural o algo parecido: “La distancia entre personas hay que respetarla también una vez dentro del supermercado, no solo en la cola. Apártese”. Toma ya. Y me quedo más a gusto que un arbusto. El hombre se queda perplejo y da un salto hacia atrás casi bajo shock. Tranquilos, tampoco hoy voy armado. 

No queda agua mineral y me cabreo. 

El silencio en las cajas es inquietante. Vuelvo a casa con la sensación de que algo se ha roto. Algo ha cambiado. Solo llevamos cuatro días en cuarentena en Roma pero parece que fueran cuatro años. 

De regreso, paso como siempre por la pizzería al taglio (al corte) del bueno de Antonello. Baraja cerrada a cal y canto. Distingo un misterioso papel pegado en la superficie metálica: “Forza romani!”.