LA ZONA ROJA

La vida (en cuarentena) de un periodista andaluz en Roma. IV

Dibujo

Miércoles, 25 de marzo. Día 15.

Roma.

Quince días de cuarentena, pardiez. Quince ya. Largos, calcados, distintos, de risas, de llantos, aburridos, llevaderos, desconcertantes, de bajones y subidones. Quince agotadores días… y los que quedan.

Llegados a este punto, uno ya no diferencia los lunes de los jueves, o los domingos de los martes. Todos son días gemelos y clonados, paridos por la misma inquietud, carroñera y pegajosa.

Cada mañana me levanto con la esperanza de que todo esto haya sido un mal sueño, una pesadilla bastarda de la que voy a despertar de un momento a otro, sudando pero aliviado. Pero no.

Abro los ojos y, desencantado, constato que todo esto es cierto. Lamentablemente cierto. Roma sigue dormida, narcotizada. No canta, no grita, no molesta, no es Roma. Es un enorme decorado, edificios de mentira, de cartón piedra, donde detrás no puede haber personas. No puede haberlas porque no hay ruido.

Nunca el silencio fue tan ensordecedor. Nunca hizo tanto daño el canto de los pájaros. Es el ruido del silencio.

Entremos en materia. Les cuento algunos detalles de las terribles andanzas de “El Bicho” en el país de la pizza durante la última semana. No, por desgracia, esta vez no hablamos del sempiterno Cristiano Ronaldo y sus añoradas extravagancias.

Este “Bicho” tiene menos followers, pero también marca goles. Que se lo digan al gobierno italiano. Este fulano viral les ha metido un gol que no podrán olvidar durante décadas.

A lo que iba… Esta semana, Italia tuvo el funesto honor de superar a China en víctimas mortales por coronavirus. Irreal pero cierto. Tuvimos que asistir alucinados a las imágenes de decenas de ataúdes transportados en camiones del ejército italiano a otras poblaciones, ante la imposibilidad material y humana de darles sepultura a todos a la vez en sus ciudades. Rozamos los 800 fallecidos el sábado 21. El “día pico” dijeron por aquí. Cifras horrendas a las que, con el paso de los días, corremos el riesgo de habituarnos sin pensar que, hasta hace pocas fechas, no eran números ni desgloses de este parte militar, sino personas. Abuelos, madres, maridos, padres, sobrinos e hijos, que ya no están. Ni volverán.

Les vimos subirlos a los blindados militares para emprender ese último viaje. En total soledad, en el intolerable anonimato al que nos somete este malnacido invisible.

Esta tarde (por ayer) me llevé un par de bofetones. El primero cuando puse la tele para conocer el informe diario de los datos. No eran del todo negativos (si es que se puede decir que 3.400 contagios y 683 decesos no son datos para llorar). Después nos contaron que, a d.a 25 de marzo, los contagiados son casi 75.000 y los difuntos―agárrense― casi 8.000.

De la bofetada me dio vueltas la cabeza.

El segundo bofetón, y bien gordo, me lo llevé cuando me percaté de que al dar los datos no era, como de consueto, el heroico jefe de la Protección Civil italiana, Angelo Borrelli. Ese señor de formidable pelo cano y mirada de pistolero de Far West, ese que sabes que nunca enfermará, porque es semidivino, intocable, indestructible.

Pues no. Me conecto a Internet y descubro con horror que ha sido ingresado con fiebre. Se me cae el alma al suelo, se me hace un nudo en la garganta, y me dan ganas de dejar esta entrega de mi crónica a medio escribir.

Mi hijo se percata. Se acerca y me pasa su mano por la cabeza: “Todo irá bien, papá”. Aguanto las lágrimas de impotencia y alucine, esas que me guardo desde hace días, y le respondo: “Claro, que todo irá bien. ¡Qué cosas tienes!”.

Después me dice que me quiere dar una mano para terminar esta crónica y se ofrece voluntario para una entrevista. Permítanme que incluya un breve pasaje. Cómo podía negarme.

Pregunta.

¿Cómo lleva un chaval de doce años eso de estar 15 días de encierro sin terminar gritando como un poseso por la ventana?

Respuesta.

(R.e) Bueno, yo en mi vida normal no salgo demasiado, así que en ese sentido lo llevo mejor que otros chicos de mi edad, aunque es verdad que cuando te fuerzan a estar en casa ya no tiene tanta gracia la cosa.

P. ¿Tienes miedo?

R. No tener miedo ahora es difícil, porque podrías contagiarte de un momento a otro. Así que no nos queda otra que seguir enclaustrados y esperar a que esto pase. Tengo más miedo por mis abuelos que por mí. Tienen que salir de sus casas para hacer la compra y tienen que exponerse. Eso sí me da miedo.

P. ¿Cuál es la primera cosa que harás cuando salgas de esta prisión?

R. Ir a España, a abrazar a mi abuela y a mis primos. Espero que esta pesadilla se acabe pronto. Y por supuesto… .Comerme una pizza gigante!

Como llevarle la contraria…

Agradezco a mi improvisado colaborador su ayuda inestimable para acabar esta crónica y él me responde: “.Ves, papá? No era tan difícil”.

Bendita inocencia.