Festival de la Guitarra de Córdoba

The Stanley Clarke Band o "menos mal que pude ver ese pedazo de concierto"

Es verdad que Miguel Ríos supuso el broche de oro en La Axerquía a un Festival de la Guitarra bastante bien confeccionado y sin altibajos, pero lo del Gran Teatro de ayer fue apoteósico

The Stanley Clarke Band en el Gran Teatro 1
photo_camera The Stanley Clarke Band en el Gran Teatro de Córdoba

¡Qué bendita, paradójica y curiosa contradicción! En un Festival de la Guitarra el bajo, ese instrumento mal considerado secundario y que únicamente sirve de acompañamiento de base, ha desplazado por completo a las seis cuerdas... Y nadie las ha echado de menos en el concierto que la Stanley Clarke Band ha ofrecido en el Gran Teatro durante la última jornada de un evento cultural de primerísimo primer orden para esta ciudad.

Y es que cuando se juntan cinco enormes virtuosos en un escenario, no para competir, sino para complementarse, lo complicado se vuelve engañosamente fácil. El músico de Filadelfia, muy sabiamente acompañado por los otros cuatro genios que estaban sobre el escenario, supo alcanzar una comunión con el publico como hace mucho tiempo que un artista de los considerados 'duros' no lo hacía en Córdoba.

Bueno, ¿y eso que sonaba en el principal teatro cordobés era Jazz? Sí. No. A veces. No lo sé a ciencia cierta, pero aquello era más bien música viva, de ésa que casi se compone y va naciendo sobre un escenario en lugar de venir precocinada de antemano, ya fuera con su bajo Alembic Stanley Clarke Deluxe, que únicamente usó dos veces (para abrir el concierto y para cerrarlo con un bis de los que levantan el espíritu) o con un contrabajo con el que enhebró auténticas diabluras a modo de encaje de bolillos musicales con sus 20 dedos por mano o con un arco emulando a un chelista.

The Stanley Clarke Band en el Gran Teatro

Y no sólo eso. El gigante norteamericano-universal hizo las veces de arpista. Como lo oyen. Las manos casi acariciándose en menos de un palmo de terreno, con asombrosos saltos a la zona alta del contrabajo usando el pulgar como una contundente púa y arrancando sonidos que ni siquiera sospechaba que pudieran concentrarse en tan sólo cuatro cuerdas. Si es que hubo momentos que sonó a Paco de Lucía en un clarísimo homenaje no a España, sino a Andalucía y a su guitarra por excelencia.

Probablemente, junto al de Ida Nielsen, haya sido de esos conciertos que den que hablar dentro del Festival cordobés durante varios años, y si hay que destacar a alguien, al margen del maestro del bajo, ésos son, quizá, Evan Garr al violín (que bien podría haber sido viola, porque le ha arrancado voces casi humanas), un conductor de Detroit que con su pasion ha destrozado varios pelos de su arco y ha recordado en muchos aspectos a Ara Malikian, y un jovencisimo Shariq Tucker, natural del Bronx, a la batería, hasta el punto de que, sin obviar su particular estilo contundente y elegante a la vez, bien recuerda a la locura del malogrado Keith Moon y su compatriota Ginger Baker, mezclados en una sola persona. Y eso es mucho decir de alguien.

El caso es que artistas y público han salido del Gran Teatro satisfechos, unos y otros, con lo conseguido. Pero no sólo el líder. Desde Hamburgo, pero con auténtica sangre afgana corriéndole por las venas, Salar Nader, demostró que la tabla de timbales no es un juego de niños ni tampoco un instrumento molón para acompañar la caída del sol en una paradisíaca playa. La tabla con sus agilísimas manos se crece hasta ponerse a la misma altura de cualquier otro instrumento en un grupo. Algo que se demostraba en la mera posición de los músicos sobre las tablas, todos en línea sin que ninguno de ellos destacara sobre el otro y sin que nadie se quedara atrás para servir de base al resto.

Y al piano, con chaleco tejano y una calavera a la espalda, grandes brazos cargados de tatuajes y melena afro recogida en coleta estaba Cameron Graves. Al único que desde la pista era imposible verle las manos, aunque los que estaban en las zonas altas del teatro sí tuvieron la suerte de ver sus manos correr sobre los teclados. A veces no está de más uno de esos espejos que se colocan en los pianos sólo para disfrutar de esas extrañas evoluciones que parecen tener eco en el alma.

El caso es que Clarke no es de este mundo. Tiene un exceso de yemas en cada mano y las agita con tal maestría que se pierden de la vista por mucho que uno se fije. Y además de virtuoso se niega a dar pie a errores de ningún tipo. Hasta el punto de que cada 20 notas rectifica el sonido en algunos de los múltiples botoncitos que le rodean y siempre tiene a mano. Un maniático perfeccionista de los que quedan pocos y a los que se agradece que todavia rulen por los escenarios del universo.

El de ayer en Córdoba era el último concierto de una larguísima gira que los ha llevado por los principales escenarios del mundo. Cada uno volvía a su casa hoy mismo. Clarke junto a su esposa chilena, de la que no ha podido aprender más que cuatro palabras en castellano mal contadas (ella, sin embargo, habla inglés con fluidez, al decir de su esposo). Y todo hay que decirlo, de Córdoba salieron los cinco artistas, cada uno de los cuales con capacidad para liderar sus propios conjuntos, encantados con la respuesta de un público entregado desde que el mago movió en el primer tema sus dedos como arañas sobre el primer bajo eléctrico con el que apareció sobre el escenario.

El bis resultó inolvidable. Con las luces encendidas, obligando a los parroquianos -que dejaron mostrar una entrada aceptable para la ocasión- a levantarse de los asientos para hacerles corear la canción y acompañar con palmas el ritmo frenético de la despedida. Hasta Leo Brouwer, en primera fila, parecía extasiado.

Sencillamente glorioso. Una de esas actuaciones en las que uno se siente satisfecho al decir: "Yo estuve allí", y en el marco de un Festival que se ha mostrado con un nivel medio francamente alto y sin altibajos como ha ocurrido en otras ocasiones. Éste es el nivel que debería mostrar en años venideros; y es el nivel que el público ha apoyado con su presencia.